Nicanor Parra, un poeta de la incertidumbre

octubre 15, 2019 § 1 comentario

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[Conferencia dictada en el Instituto de Letras de la Universidad Nacional de Brasilia, 23 de octubre de 2014]

La poesía de Nicanor Parra es sin duda una de las más excéntricas del siglo veinte en castellano. Sé que la excentricidad es una característica resbalosa para hablar de un tiempo en que prácticamente todos los poetas, por lo menos durante la primera mitad del siglo, pretendían estar fundando una poesía nueva, revolucionaria, nunca vista, de modo que la galaxia resultante no tiene un centro de referencia evidente. Sin embargo, incluso los poetas más rompedores, los más grandes y originales de esa época mantuvieron siempre cierta consistencia con respecto a su tiempo y a sus contemporáneos. Ese tiempo fue, de hecho, una construcción colectiva en torno a las diversas formas del vanguardismo, en oposición a los estertores del modernismo rubendariano o manifestaciones neorrománticas. El propio Vicente Huidobro, que mediante su manifiesto Non serviam, de 1914 (año en que nació Nicanor Parra), prácticamente se consagró como el fundador de las vanguardias latinoamericanas al declarar por primera vez un quiebre con el arte como representación, a partir de entonces fue siempre solidario con la ola europea, cuyas fluctuaciones le permitieron hallar su propia veta. César Vallejo, el más latinoamericano de las vanguardias, es impensable sin esos movimientos o sin el influjo político de su tiempo. Neruda, Octavio Paz, García Lorca en sus postrimerías, etcétera: todos ellos intentaron una vía renovadora y congruente con el espíritu de la época. La galaxia de las vanguardias, con toda su dispersión, con toda su diversidad, es reconocible a distancia como un todo, a semejanza de la Vía Láctea.

En ese panorama, Nicanor Parra irrumpió dos veces y en ambas se situó lejos de esas constelaciones. La primera de ellas fue su apagadizo debut literario, en 1937, es decir, a los 23 años. El libro Cancionero sin nombre, que le valió ser reconocido en ciertos círculos letrados como un joven y promisorio poeta, significó también una toma de posición con respecto a la poesía chilena de ese tiempo. Se trataba de un libro juvenil, muy influido por las canciones de García Lorca y por el romancero; estaba escrito en versos medidos de arte menor, dominados por un espíritu lírico muy transparente, sin agonías, oscuridades o experimentalismos. Es decir, era todo lo que un poeta joven chileno del año 37 no podía hacer. Los poetas jóvenes estaban más allá de todo eso y habían declarado la guerra a muerte a todo lo que tuviera el menor perfume a poesía convencional de juegos florales o fiesta de la primavera. Los grandes elefantes de marfil explosivo de la poesía contemporánea ya estaban esculpidos y todos miraban hacia el futuro. Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y Pablo Neruda ya habían superado la velocidad del sonido en sus naves intergalácticas, mientras que los más jóvenes, contemporáneos de Parra, ya estaban pensando en la teletransportación a través de túneles desconocidos para llegar pronto a las ciudades espléndidas de las que hablaba Rimbaud. No había tiempo que perder, el futuro estaba en todo lo que fuera completamente nuevo, porque las palabras también eran actos del hombre revolucionario. Parra entró así a la poesía chilena, aplaudido por la retaguardia, ignorado por la vanguardia, y con esa postura involuntariamente refractaria marcó su primera distancia con respecto a la poesía nueva.

Ese momento de la historia parriana podría haber quedado para el anecdotario de los primeros libros renegados. Hay mil casos al respecto: poetas cuyo primer libro resulta un lastre, un pecado juvenil si se compara con la obra total por la que llegan a ser conocidos. Piénsese nomás en el ya mencionado Huidobro, que no sólo tuvo un traspié de juventud, sino cuatro libritos publicados en que el mismo pequeño dios que llegó a escribir Altazor o Temblor de cielo se mostraba como un adolescente piadoso que le escribía poemas a su madre o a la Virgen María. El caso de Cancionero sin nombre pertenece sin duda a esa categoría y sospecho que Parra habría dado cualquier cosa por borrar esas páginas de su historia literaria, pero tiene una relevancia esencial para comprender el origen de la antipoesía y su situación con respecto a su tiempo. Fue tan importante ese momento de éxito y fracaso mezclados, que Parra esperó 17 años en silencio para volver a la pista de baile. Dije bien: 17 años sin decir una palabra, hasta que publicó Poemas y antipoemas, en 1954.

Ese silencio puede tener muchas interpretaciones especulativas. Una de ellas es que Parra sabía que no podía quedarse ahí con sus canciones transparentes y que, para salir, sólo había dos opciones: plegarse a las vanguardias y hacer «poesía nueva» en ese sistema, o inventar algo nuevo de verdad. Ya sabemos qué opción tomó. La solución parriana fue tomar aquella vieja «claridad» que brotaba en el Cancionero sin nombre y meterla en la juguera con la oscuridad de la paradoja y la contradicción, es decir, con la sorpresa que había propuesto el Conde de Lautréamont, la misma que poco a poco fue conectándose, como veré más adelante, con el habla de Chile y la cultura popular.

*

Hay una serie de equívocos a que ha dado lugar la antipoesía, muchos de ellos relacionados con la propia palabra «antipoesía». Este año en particular, el prefijo «anti» ha sido reiterado hasta el cansancio, como parte inseparable de todo lo que tenga que ver con Nicanor Parra. Así como el prefijo «bati» se halla pegado a todo lo que tenga que ver con Batman –batimóvil, baticueva–, todo lo parriano es precedido por «anti», venga o no a cuento: antihomenaje, anticentenario, anticumpleaños, etcétera. Ese uso, que viene principalmente del periodismo cultural y de los creativos publicitarios, por una parte representa un gesto de simpatía y condescendencia, un saludo inocente, pero por otra parte revela la existencia de una gran confusión con respecto al significado de la palabra «antipoesía» y a las ideas que se hallan en su origen.

El propio Parra ha sido ambiguo con eso. A diferencia de otras poéticas chilenas –pienso por ejemplo en la poesía lárica, que es un sistema más o menos bien definido y reconocible–, la antipoesía se ha planteado desde su contraste con la poesía, en una indefinición de cara y sello, de negativo y positivo, pero también de complementos y consustancialidades. La antipoesía es lo contrario de la poesía, pero también es su revés, su sombra, su Mr. Hyde.

Pensemos por un instante en el poema «La montaña rusa». Lo puedo leer aquí, ya que es muy breve:

La montaña rusa 

Durante medio siglo
la poesía fue
el paraíso del tonto solemne
hasta que vine yo
y me instalé con mi montaña rusa.

Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
echando sangre por boca y narices.

A menudo se lee ese poema como una declaración rupturista, propio de las vanguardias, en que se declara caduca la tradición vigente para instalar un nuevo sistema, un nuevo paradigma, que en el caso de Parra sería un parque de diversiones vertiginoso y lleno de adrenalina. Su singularidad sería el peligro que comporta adherir a ese sistema. O sea, se cambia un dogma, que Parra llama el «paraíso del tonto solemne», por otro dogma, que es el de la montaña rusa de la antipoesía. Eso es lo que se suele pensar de ese poema: que Parra irrumpió en la poesía chilena para instalar su negocio desplazando o destruyendo lo que había antes de su llegada, con la sutileza de que quien se atreva a entrar en el nuevo juego podría salir severamente dañado. Es decir, advierte el poeta, no cualquiera puede subirse a la montaña rusa. Hay que ser bravo, valiente.

Sin embargo, esa lectura nunca me ha satisfecho, creo que hay algo más en ese poema, algo más profundo, que Parra logra ocultar mediante un chiste. Se puede hacer una lectura paralela que me parece más interesante. El «tonto solemne» puede pensarse como símbolo de la rigidez intelectual, del dogmatismo, del fanatismo literario. Parra opone a ese sistema de verdades únicas y pétreos manifiestos un juego que no es cualquier juego, sino uno de sube y baja, de cumbres y hondonadas, de pares de curvas convexas y cóncavas, de tranquilidad y pánico, de velocidad y calma. Podría haber escogido las sillas voladoras o el Tagadá, pero eso habría sido reemplazar un dogma por otro, en este caso del vértigo y la diversión. Parra escoge un juego particular, el único de los parques de diversiones que tiene una manifiesta dualidad. La rueda de la fortuna también es dual, pero su circularidad monótona es muy pobre para la idea que se pretende expresar.

Justamente ése es uno de los aspectos que más me interesa de Nicanor Parra: la manera en que quiso asentar la dualidad, la contradicción y la paradoja como puntos centrales de la creación literaria, estableciendo una solución alternativa al problema de la incertidumbre impuesto por la realidad de entreguerras, ese mundo de las «imágenes quebradas» de las que hablaba Ezra Pound, ese mundo que la mayoría de los poetas de entreguerras enfrentaron mediante poéticas cercanas al nihilismo, ya fuera desde el dadaísmo o desde la revolución propulsada por el surrealismo; poéticas que descreían completamente de la realidad, porque la realidad misma estaba destrozada y todas sus seguridades se habían esfumado con el desastre de la guerra. En resumen, la mayoría de las vanguardias europeas y americanas había enfrentado la disolución de las certezas mediante brillantes manifiestos revolucionarios acerca de alguna nueva certidumbre más o menos plausible. Pasada la Segunda Guerra Mundial, la solución parriana resultó, desde luego, provocadora: oponer a la incertidumbre no un nuevo dogma, sino más incertidumbre: incluso en juego de fractales, ya que la misma propuesta de incertidumbre está en tela de juicio. Parra, al proponer que la literatura debe estar asentada sobre la incertidumbre, está dudando de su propia teoría.

Recuerdo el poema «Mariposa», de Versos de salón, en que un sujeto está tan maravillado por una mariposa que anda por ahí, que dice:

no la pierdo de vista
y si desaparece
más allá de la reja del jardín
porque el jardín es chico
o por exceso de velocidad
la sigo mentalmente
por algunos segundos
hasta que recupero la razón.

La imagen lírica de seguir a la mariposa incluso más allá de los lindes visibles del jardín internándose en el espacio mental es en sí misma una imagen de la incertidumbre, pero Parra se detiene en ese momento incierto en que la mariposa sale del jardín y entra en la mente, consintiendo la imagen sólo como un desliz de la razón. Es decir, como una insensatez, como una trampa del ensueño. Parra había empezado antes, e intensificado con Versos de salón, un constante bombardeo sobre la figura del «poeta lírico», tal como se entendía hasta ese momento: el poeta que se deja llevar por sus sensaciones, sus ilusiones o sus ensoñaciones. En el caso del poema «Mariposa» que acabo de citar, el ataque se resuelve dejando que el poeta lírico exista por un momento, mientras mira la mariposa, pero enseguida lo destruye al hacerlo recuperar la razón. El resultado es, por cierto, paradójico, ya que el poema había empezado a existir y se sostenía íntegramente en el ensueño lírico, pero cuando todo eso se destruye el poema se transforma en un nuevo artefacto, cuyo comienzo era sólo una parte del contraste.

Incertidumbre más incertidumbre. Es útil ver esa palabra, «incertidumbre», a la luz de la antipoesía. Mientras la convención literaria le otorgaría un significado estable, plano, paradójicamente concreto, en el sentido de la inseguridad y la incerteza, la convención parriana desprende de ella un hecho científico alarmante, el principio de Heisenberg, según el cual no es posible determinar simultáneamente algunos pares de variables físicas; por ejemplo, la posición y el momento de un cuerpo. A partir de eso Parra, por su formación científica, parece decirnos que no sólo sabe eso, sino también que del mismo modo las relaciones entre las cosas, es decir, entre las palabras, no son ciertas, sino probables. Una rosa no es una rosa. Una rosa es la probabilidad de una rosa.

La propia noción de «poemas y antipoemas» incluye esa conciencia de la dualidad. Poemas y antipoemas. El universo parriano no está constituido por unidades cabales, sino por pares: derecho y revés, humano y divino, poesía y antipoesía. En otras ocasiones esos pares están fundidos, forman una sola realidad. Por ahí hay un famoso verso en que el autor se define a sí mismo como «un embutido de ángel y bestia». No un cruce, no una cohabitación, sino un embutido brutal, manual, doméstico: una longaniza, una butifarra. Parra no quiere que ángel y bestia estén unidos por una lucha o separados en el espacio en perfecta armonía simbólica, sino que los compone de manera violenta, los muele y los mezcla para hacer con ellos un fundido, una masa de salchicha, donde la carne del ángel es indistinguible de la de la bestia.

En fin, ya sea por su fusión o por su rebote, es el choque de opuestos lo que da vida al artefacto literario. Y aquí volvemos a la física cuántica, esta vez a la física de partículas. Hay que recordar que Nicanor Parra, el año 1946, o sea, justo el año siguiente del fin de la Segunda Guerra Mundial, se fue a Oxford a estudiar cosmología y, por lo tanto, física cuántica. Ese paso por Oxford tuvo un impacto muy importante en el desarrollo del sistema parriano de dualidades, justamente porque la física cuántica le permitía a Parra abandonar el mundo de las certezas de la mecánica racional y plantearse la realidad desde la perspectiva de las incertezas y las probabilidades. Las cosas ya no están donde están, sino que su situación es siempre una probabilidad. En particular, me detengo en la asociación de materia y antimateria: por ejemplo, electrón y positrón que, con su encuentro, permiten el surgimiento del fotón, es decir, la luz. Ése creo que es el punto esencial, que hace que los encuentros de opuestos no sea un mero choque dialéctico, ni su mera exposición, sino que produzcan algo nuevo con su colisión.

Es en este punto en que Parra enfrenta de otro modo el problema del surrealismo, llegando por la vía de la razón y de la claridad retórica a aquello que los surrealistas encontraron en la escritura automática o en la oscuridad del inconsciente y que se resume en la ya clásica comparación de Lautréamont: «Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección».

*

Esa manera de ver el acto poético como una tensión física permanente, que admite y hasta necesita la oposición de pares entre una realidad y algo que pueda llamarse «antirrealidad» –certeza y azar, amor y odio, risa y llanto–, irrumpió con fuerza liberadora en la poesía chilena.

Tal vez convenga aquí hacer un paréntesis sobre el tipo de influencia que ejerció Parra sobre las generaciones siguientes. Aunque es posible rastrear cierto parrianismo en algunos poetas, expresado por ejemplo en el uso del humor coloquial o en la fijación del habla como recurso literario, me parece que la influencia más importante de Parra proviene de la serie de preguntas que su obra deja abiertas.

La figura del poeta lírico, por ejemplo, a partir de entonces quedó completamente desacreditada. Incluso en casos de poetas especialmente inclinados a la ensoñación, a la sensiblería nerromántica o al entendimiento de la poesía como un arte sagrado o conectado con realidades metafísicas, la presencia de Parra puso en circulación una duda esencial acerca de las palabras. Para ser poeta lírico después de Parra, lo primero que se debe saber es que existen las cosas y que las cosas son lenguaje. En dos vías muy diferentes, los dos principales poetas de la generación inmediatamente posterior a Parra, Enrique Lihn y Jorge Teillier, se plantearon su lirismo justamente a partir de una toma de posición con respecto a la relación entre el escritor y su realidad cotidiana, sus cosas, su lenguaje, su memoria.

Además, con la ruptura de las grandes construcciones (por ejemplo, a la manera de Huidobro, De Rokha, Neruda) no se produjo una nueva corriente, una nueva escuela, sino que quedó el campo abierto. En la actualidad, es impensable que un poeta quiera situarse en el podio del «poeta nacional» o plantearse su oficio como quien se plantea un apostolado o una misión profética. Hasta mediados de los cincuenta, gran parte de la poesía chilena se realizaba como acto de fe, como compromiso con un programa o un conjunto de ideas. Parra intentó dinamitar esa manera de ser poeta, llevando la literatura a un terreno mucho más dinámico, que construye y destruye a la vez, que no tiene fe, sino desconfianza sobre el objeto creado.

Curiosamente, un frecuente antagonista de Parra, el poeta Gonzalo Rojas, fue acaso el único de todos sus contemporáneos y antecesores que también planteó en Chile algo por el estilo: la imagen de que en el corazón de su ejercicio literario había una lucha, una coreográfica pelea de víboras, entre verso y prosa. En un poema suyo, efectivamente, Rojas hace pelear y danzar, enredándose violenta y a la vez plásticamente, dos serpientes, una llamada Versa y la otra Prorsa.

En el caso de Parra, la disputa también es formal, por ejemplo cuando hace chocar versos de lirismo convencional y frases que, como un ready-made, son extraídas con muy buen oído del repertorio de lugares comunes. Pero además hay una lucha en el pensamiento. Creer y dudar, proclamar y negarse, destruir para crear. Una cosa es tener la belleza en las rodillas e injuriarla, otra muy distinta es buscarla nada más que para escupirla. «Ordeñar una vaca / y tirarle su propia leche por la cabeza», dice Parra, desbaratando la función poética ejemplar de las viejas voces, la torre de marfil en que la Poesía con mayúscula siempre tiene la última palabra.

Parra tiende a ridiculizar en primera persona esas arbitrariedades del poeta lírico y tonto solemne, encarnado a veces en el político charlatán o en el energúmeno.

Pienso por ejemplo en un poema de Parra en que un sujeto exclama, a propósito de nada: «Tengo unas ganas locas de gritar / viva la Cordillera de los Andes / muera la Cordillera de la Costa». Aunque no es evidente la asociación, el propio sujeto declara que con esa muerte de la Cordillera de la Costa se podrían ver mejor los atardeceres, cosa que reconoce no interesarle en absoluto, ya que es un «profesor de pantalones verdes / que se deshace en gotas de rocío / un burgués es lo que soy / ¡qué me importan a mí los arreboles!». Y sin embargo ese mismo sujeto, al que le importan un comino los arreboles, energúmeno víctima de sus propias ideas fijas ahora develadas como actos fallidos del poeta lírico, lo único que quiere es gritar hasta morir: «viva la Cordillera de los Andes / muera la Cordillera de la Costa».

*

Esa idea de la poesía entendida como afirmación y negación simultáneas, que ahora parece tan familiar, por lo menos en el ámbito de la poesía hispanoamericana, es discordante con respecto al sentido común de las vanguardias chilenas, que desde Vicente Huidobro y Pablo de Rokha en los años veinte hasta los surrealistas del grupo Mandrágora en los cuarenta habían manifestado un compromiso radical con cierto absolutismo poético, entendido según quién en las esferas del inconsciente, la metafísica, la fe religiosa, la estética: todos esos ámbitos en que la poesía se rebelaba contra la prosa llana y mundana. El propio Huidobro, al definir al personaje Altazor con el par «antipoeta y mago», no pretendía ni remotamente desestabilizar su oficio; muy por el contrario, quería extender sus alcances hacia el máximo ideal creacionista, que es el pequeño dios o hacedor de mundos nuevos.

Sospecho que Parra abrazó ese sistema de opuestos porque en él confluyen al menos tres vertientes del conocimiento: la física cuántica (por lo que ya he dicho), la tradición literaria (desde un punto de vista crítico) y la cultura popular (rica en pares del bien y el mal, como la figura del «diablo burlado», pero también en lo que podríamos llamar «incertidumbre del habla chilena». Dicho sea de paso, esa cultura popular es fuente de un creador con el que Parra tiene mucho en común: Raúl Ruiz. El cineasta justamente ha puesto énfasis en el discurso errático de los chilenos, esa lengua flotante en que decir una cosa por otra es prácticamente un requisito para entenderse). Sin esa triple conjunción entre razón, crítica a la tradición literaria y regreso al habla chilena, me temo que el sistema de dualidades, contradicciones y paradojas no habría tenido efecto alguno, entre otras razones porque habría sido un lugar común, un dato conocido desde tiempos de Heráclito. En el caso de Parra, se produce el encuentro entre sus preocupaciones inmediatas de profesor de física, su vocación de hombre de letras enfrentado a las vanguardias de su tiempo y, especialmente, su biografía de chileno provinciano arraigado en la cultura campesina y en el habla popular del singularísimo sur de Chile. La antipoesía es así una respuesta basada en principios científicos aplicados a una sociedad letrada occidental mediante argumentos de una cultura popular que atesora en el habla un precioso legado arcaico, fruto de siglos de mestizaje y opresión, en los que la cosmovisión mapuche se había entremezclado con la vieja tradición europea hasta fundirse en una mitología propia.

En 1958, de hecho, cuatro años después de la publicación de Poemas y antipoemas, Nicanor Parra presentó la conferencia «Poetas de la claridad» en el Primer Encuentro de Escritores Chilenos, realizado en la Universidad de Concepción. En su alocución, Parra se situó en oposición a cierto «hermetismo» dominante en la poesía chilena de entonces, ejemplificado en prácticamente toda la producción poética de la primera mitad del siglo veinte, aunque él mismo admitía allí que la antipoesía no era otra cosa que el encuentro entre el lirismo más convencional –que él asimilaba en García Lorca y en el romancero popular– y el surrealismo más ortodoxo. En ese cruce, pues, descubierto a través del habla, manifestación genuina del pueblo, Parra encontró ese feliz Triángulo de las Bermudas en que el flujo de razón, literatura y lenguaje intenta impedir que la poesía, desprovista de su incertidumbre esencial, pueda ser instrumento de charlatanes ideológicos, oscuros sacerdotes o chamanes de cartón que pretendan establecer, por medio del uso de la palabra, algún reino bastardo sobre el planeta.

 

[Versión corregida de la que fue publicada en Cerrados Nº38, Revista do Programa de Pós-Graduação em Literatura, Universidade de Brasília, 2014]

§ Una respuesta a Nicanor Parra, un poeta de la incertidumbre

  • Santiago Elordi dice:

    Brillante reflexión del poeta Leonardo Sanhueza sobre la idea de incertidumbre en la poesía de Parra. A las tres vertientes descubiertas por Leonardo Sanhueza sobre lo que llama incertidumbre en la poesía de Parra, aventuro una cuarta y tal vez quinta: el Taoísmo y la poesía Sufi. Tal vez a los campos chilenos nos llegó la herencia Sufi por la España andaluza. Esta forma de incertidumbre tb está presente en El Quijote, se reconoce como humor didáctico sufí. Me fascinó el cierre del artículo de Sanhueza, que salva esta forma de pensar de los guros poéticos o chamanes de la revelación. Otro oxigeno en tiempos de miseria espiritual o creativa. Me gustaría saber como puedo encontrarme con Leonardo Sanhueza, estoy de paso por Santiago, hasta el 15 de Diciembre. Hace años tuvimos un desencuentro en México que ahora al paso del tiempo lo adjudico a malos entendidos y nerviosismo de escenario. Mi trabajo también opera con el principio de incertidumbre y el entrenamiento cuántico y tradiciones poéticas de la antigüedad.. Me gustaría mucho poder tener la oportunidad de conversar con Leonardo Sanhueza sobre poesía, sobre todo en estos momentos de alto activismo social en Chile Agradezco me puedan dar su correo o señales para poder ubicarlo. Saludos cordiales

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